
Horas dentro de la cancha después de concluida la final. Ingreso de familiares y allegados. Fotos. Selfies. Videos. Una réplica de la copa que pasa de mano en mano. Saludos de presidentes, jeques, autoridades de la FIFA, poderosos empresarios. Jugadores tratados como semi-dioses. Premiación. Medallas de oro. Más fotos. Fiesta en el vestuario. Banquetes en los hoteles y lugares de concentración. Festejos en salones o en discotecas. Mucho contenido propio y ajeno en las redes sociales. Vuelta al país y caravanas multitudinarias. Horas en los medios de comunicación. Y mil etcéteras más. Festejar un título mundial de selecciones en la actualidad, es más o menos así.
Sin embargo, hubo otra época y otro fútbol. Ni mejor ni peor. Distinto.
Prácticamente nada de lo antes mencionado existió cuando la Celeste obtuvo sus cuatro títulos mundiales en 1924, 1928, 1930 y 1950. Pero esto no significa que las conquistas hayan sido menores o que no hubiesen existido celebraciones. Todo lo contrario. Las hubo, pero distintas.
Y vamos a repasarlas.
1930
Una vez concluida la final ante Argentina (4-2), el Centenario explotó de júbilo. A la cancha ingresaron allegados, algunos particulares y el resto del plantel oriental campeón. Los vencedores, cómo no, dieron la vuelta olímpica ante su público. Después de llantos, abrazos y emoción, todos se pararon frente a la Torre de los Homenajes a presenciar el izamiento de la bandera uruguaya. Ese fue el punto celebratorio más alto de aquella tarde, donde varias lágrimas cayeron sobre las mejillas de los campeones.


Sin embargo, no existió premiación alguna ni medallas ni presencia en campo del presidente de la FIFA, Jules Rimet.
Tras el encuentro, los futbolistas ya no retornaron a la concentración del Prado. Cada uno hizo la suya.
Héctor Scarone, el indiscutido mejor jugador del mundo durante 10 años, se acercó a la muchedumbre que festejaba alborozada el título en nuestra máxima avenida. Una vez allí, fue divisado por la gente que lo subió en andas y lo vitoreó durante largo rato llevándolo como a un rey. Fue un momento sublime, la comunión total del máximo ídolo con su pueblo.

El gran capitán José Nasazzi se fue a su casa. Celebró modestamente con una copa de vino y rápidamente se fue a dormir.
Al no existir un festejo en común, las celebraciones fueron particulares, pero muy, muy lejos de ser estruendosas y llamativas.

Al día siguiente, la historia fue la misma.
Pablo Dorado, el wing derecho revelación y autor del primer gol de la final, se encontraba en su casa como uno más. “Ayer me sorprendió un poco la ceremonia final. Puede ser que me haya emocionado. Por momentos tenía ganas de llorar, pero reaccioné cuando vi a Fernández, que alegre, satisfecho le decía a Iriarte: `Canario, te ganastes bien todas las milanesas que te mandastes en la concentración´. Y reí”, le contó a El Diario.
Hoy, Dorado no podría salir a caminar ni una cuadra que tendría una multitud queriendo sacarse una foto con él para atesorar o compartirla en las redes sociales y pasaría desfilando en todos los medios de comunicación después de alguna gigantesca fiesta de campeonato.
El wing izquierdo y autor del tercer gol en la final -golazo-, el que le dio la ventaja a la Celeste para encaminarla al título, Santos Iriarte, ni siquiera estaba en su domicilio. Tranquilamente, el popular “Canario” salió muy temprano a buscar un campo de pastoreo para una yegua que le regalaron como premio por ser campeón del mundo. ¡Sí! ¡Una yegua! Nada de dinero, joyas, coches, edificios, yates… ¡Una yegua!

Lorenzo Fernández, el emblemático centre-half, estaba también en su casa… ¡cocinando ravioles! Sí, el “5” que ya sumaba su segundo título mundial, se estaba encargando de cocinar el almuerzo para su familia.
El resto de los campeones, también a lo suyo con su familia o con sus amigos. Nada estruendoso. Todo en calma. Todo sencillo y en el llano. Posteriormente, sobrevendrían homenajes y banquetes varios ofrecidos por diversas entidades e instituciones, pero el festejo en el momento cumbre fue muy somero.
1950
Después de consumado el “Maracanazo”, de los abrazos, el llanto y la emoción en cancha, se improvisó una especie de entrega de la copa en el mismo escenario. Allí, todo el plantel oriental se colocó detrás de su capitán, Obdulio Varela, quien recibió el trofeo de manos de Jules Rimet, el eterno presidente de la FIFA. Pero lo que siguió fue curioso.

Los uruguayos recibieron la orden de esperar un largo rato en el vestuario del Maracaná para retornar al hotel Paysandú, donde concentraban. A las cansadas, lograron salir solo para toparse con el llanto y el dolor de los brasileños. Algunos alcanzaron a reconocerlos, pero lejos de agredirlos, aplaudieron a los tetracampeones mundiales mientras se subían al ómnibus.
Los vencedores solo recibieron un pequeño premio económico de parte de la AUF y lograron ganar más dinero con las colectas que varios particulares realizaron en Uruguay. Mientras que, a los brasileños, por ser campeones, les aseguraban “casas, autos, y un dinero que se acomodaban para toda la vida”, recordó en 2000 Alcides Edgardo Ghiggia, el hombre que silenció Maracaná, para el libro “El gol del siglo” de Atilio Garrido y Joselo González.
“(…) Cuando llegamos al hotel, no encontramos a Saturno González, que era durísimo para sacarle un peso, y teníamos hambre. Así que juntamos los pocos pesos que nos quedaban, hicimos un fondo común y salimos a comprar algo, unos sándwiches y algunas cervezas, lo que se encontrara”, añadió Ghiggia.

No había ningún dirigente a la vista. Habían dejado solos a los jugadores. Julio Pérez y Luis Rijo fueron los encargados de salir a hacer las compras, esperando no ser reconocidos.
“Fuimos a un mostrador de un recreo al aire libre y compramos sándwiches y cerveza. Quedaba a dos o tres cuadras del hotel. Y para mi sorpresa -dijo Julio Pérez- la gente de las mesas del recreo me reconoció y empezaron a pedirme autógrafos y a felicitarme. Un lujo los brasileños”, rememoró décadas atrás “Pataloca” al diario La República.
Cervezas, sándwiches y muchas bromas entre todos los futbolistas hasta altas horas de la madrugada fue el simple festejo de los tetracampeones del mundo. Sin un peso, sin dirigentes a la vista, como si el mundo se hubiera olvidado de su hazaña.

Pero hubo un caso especial, cómo no. El de Obdulio Varela, el “Negro Jefe”.
“Obdulio salió a caminar. Se fue solo. Él era así. Hacía lo que quería. Y, por supuesto, nadie le decía nada, le teníamos un respeto absoluto”, señaló Ghiggia.
En una entrevista al diario Hechos del 2 de mayo de 1968, Varela recordó:
“Dieron la orden de que no saliera nadie. ¡Qué me van a sacar la libertad ahora! Ahora mando yo. Le pregunté a don Américo Gil qué se podía hacer allí y me dijo que hiciera lo que quisiera. Los dirigentes se fueron a un cabaret y querían tenernos encerrados, ¡por favor! Con Matucho (Fígoli) quedamos dueños de todo y empezamos a tomar vino. Y otra botella. Y otra botella. Y otra botella. Yo estaba para cualquier cosa. Después salimos a caminar y llegamos a la cervecería de un amigo. Me presentaron a periodistas de Francia, Italia, ¡qué se yo! Nos invitaron, pero fuimos a sentarnos en el mostrador y empezamos con la cerveza. Al rato pedí un par de frankfurters, cuando nos íbamos le digo a Matucho, ‘bueno, pagá vos que yo no traje plata’. ‘¡Yo tampoco!’, me dijo. No teníamos ni un centésimo… ¡Lo que son las cosas! ¡Qué calor! Menos mal que eran amigos y les dije ‘mañana vuelvo a pagarles’. En eso cae un grupo de brasileros que habían venido al partido desde el interior, llenos de banderines. Empezaron a hablar del partido con el dueño, ‘Qué yogador ese Obidulio’ y qué de aquí y que de allá. ‘¿Saben quien es ese?’, les dice el dueño, ‘el mismísimo Obidulio’. Se pusieron a llorar los bayanos. ‘Qué yogador vocé’ y de aquí y de allá. Me invitaron a salir con ellos a tomar un whisky. Le digo a Matucho, ‘mirá, voy a ir para que no crean que tengo miedo, pero capaz que quieren tirarme al río’. Volví al hotel a las siete de la mañana pensando encontrar a todos durmiendo. ¡Cristo Madonna! ¡Qué durmiendo! De la emoción no había dormido nadie esa noche”.

Sin pompa, sin condición de deidades, muchos encerrados en el hotel y librados a la buena de Dios, sin un peso y haciendo una “vaquita”, pidiendo fiado en la cervecería, abrazados y compartiendo con los hinchas rivales, con los dirigentes entregándose solamente medallas de oro a ellos mismos y saliendo al cabaret… O tomando una copita en casa y yéndose a dormir antes de las 22:00 horas, cocinando ravioles o sacando a pastar una yegua…
Así festejaron sus títulos mundiales los campeones de 1930 y 1950. Sencillo, simple. Como eran ellos. Y ellos, que no le quepa duda a nadie, fueron los más grandes de todos.
AUTOR: PABLO VEROLI